HISTORIA REALISTA
Llevaban horas discutiendo en la cocina. Ambas criadas, madre e hija, tenían el día libre y charlaban en las sillas de madera en aquella lujosa sala donde cocinaban las criadas de turno. Aquella familia burguesa debía de tener más de cinco criadas, las cuales se intercambiaban las labores según les convenía. Reinaba el ajetreo y las palabras que intercambiaban las criadas se veían interrumpidas por el ruido de los cacharros de plata al chocar entre ellos y el chisporroteo de la sartén friendo la comida de hoy. A pesar de eso, nuestras protagonistas estaban sentadas en una mesa de mármol situada en la esquina de aquel amplio lugar, donde podían conversar con algo más de tranquilidad.
- Pues a mí me parece que no hay necesidad de cambiar, hasta ahora todo lo que estamos viviendo es lo justo y si los jóvenes de hoy en día tenéis otras ideas me parece perfecto pero España está bien tal y como está.
- Pero má, ¿Cómo puedes decir eso? ¿De verdad piensas que el único propósito de la mujer es ser un ama de casa? ¿Estar todo el día trabajando?
- Yo no me refería a eso...
- Mira a tu alrededor -Le corta su hija- Sólo mira.
Elena (Que así se llamaba su madre) posó su vista en la glamurosa y extensa cubertería que se distribuía por toda la cocina, las alacenas de último modelo y la mesa impoluta de mármol sobre la que apoyaba sus brazos. Dirigió la mirada a la exclusiva colección de vajilla que se situaba en las estanterías y en los coloridos y preciosos azulejos que conformaban las paredes de aquella estancia.
- Y ahora, -Dijo Jane después de haber esperado unos instantes- Piensa en lo que tenemos nosotras.
Elena sin poder evitarlo pensó en el poco espacioso cobertizo dónde vivían ellas, con una única cama para las dos, en toda esa enorme mansión. Inconscientemente miró sus ropas, raídas, sucias del trabajo, de no habérsela podido cambiar en días. Pensó en el dinero que tenían, que les llegaba justo para poder vivir. Y también pensó en, como, su hija, de apenas quince años, desgraciadamente estaba viviendo la misma vida que su madre.
- ¿De verdad crees que merecemos llevar esta vida sólo por el hecho de ser quién somos y precisamente las personas a las que servimos lleven una vida de lujo sin hacer literalmente nada? - Increpó Jane convencida.
Elena, aunque en silencio concediéndole la razón a su hija, dijo:
- Sigo sin referirme a eso. Cuando yo tenía tu edad ya sabíamos que lo más sano era creer en Dios, hacer la comunión y casarse para llevar una vida digna. Ahora los jóvenes os planteáis cosas nuevas y eso nunca había pasado.
- ¿Vida digna? Pues bien poco lo parece.
Elena no quería discutir con su hija y menos sabiendo que desde que ella era pequeña le había inculcado la creencia en Dios como único cámino para llegar a ser feliz. Además, Elena opinaba que la sociedad reduce a la mujer a la simple función reproductora de la especie y la somete a un determinismo biológico sobre cuyos condicionamientos ella no puede intervenir. Pero, como he dicho antes, no tenía ganas de discutir.
Mientras su hija seguía hablando ella dejaba la mente en blanco. La cocina se vaciaba poco a poco ya que las demás criadas llevaban la comida a sus amos. Una de ellas, al salir por la puerta le guiñó un ojo a Elena con complicidad. Últimamente estaban todas más unidas a causa del movimiento obrero contra las injusticias de la burguesía.
Elena dirigió la mirada a su hija, que ya se había callado al darse cuenta de que su madre no la estaba haciendo caso. La miró aténtamente. Últimamente Elena tenía la sensación de que su hija estaba metida en algún lío amoroso, tal vez un amante. No le preguntéis por qué, intuiciones de madre. Eso le recordaba a su juventud, y se apenaba, porque mucho se habló de los múltiples amantes que tuvo pero luego ni una palabra cuando su marido la abandonó.
Sumida en estos pensamientos, no se dio cuenta de que Jane la llamaba.
- ¡Má, ya es la hora de la medicina!
Razón tenía, el delicado reloj situado en la pared de la cocina indicaba que eran las tres, hora en la que Elena debía tomarse la medicina que le calmaba los dolores que hasta hace poco sufría en el estómago.
- Poca ayuda veo yo que recibo de esta medicina -Se apenaba Elena, que no notaba mejoras en sus dolores después de varios días tomándose esa medicina-.
- Ay má, tú fíate que eso está probado por científicos, que son ellos los que poseen el auténtico conocimiento.
- Vale, vale -Dijo su madre resignada-.
Y Jane le ayudó a prepararla, como cualquier día normal a las tres de la tarde en aquella casa de 1848.
- Pues a mí me parece que no hay necesidad de cambiar, hasta ahora todo lo que estamos viviendo es lo justo y si los jóvenes de hoy en día tenéis otras ideas me parece perfecto pero España está bien tal y como está.
- Pero má, ¿Cómo puedes decir eso? ¿De verdad piensas que el único propósito de la mujer es ser un ama de casa? ¿Estar todo el día trabajando?
- Yo no me refería a eso...
- Mira a tu alrededor -Le corta su hija- Sólo mira.
Elena (Que así se llamaba su madre) posó su vista en la glamurosa y extensa cubertería que se distribuía por toda la cocina, las alacenas de último modelo y la mesa impoluta de mármol sobre la que apoyaba sus brazos. Dirigió la mirada a la exclusiva colección de vajilla que se situaba en las estanterías y en los coloridos y preciosos azulejos que conformaban las paredes de aquella estancia.
- Y ahora, -Dijo Jane después de haber esperado unos instantes- Piensa en lo que tenemos nosotras.
Elena sin poder evitarlo pensó en el poco espacioso cobertizo dónde vivían ellas, con una única cama para las dos, en toda esa enorme mansión. Inconscientemente miró sus ropas, raídas, sucias del trabajo, de no habérsela podido cambiar en días. Pensó en el dinero que tenían, que les llegaba justo para poder vivir. Y también pensó en, como, su hija, de apenas quince años, desgraciadamente estaba viviendo la misma vida que su madre.
- ¿De verdad crees que merecemos llevar esta vida sólo por el hecho de ser quién somos y precisamente las personas a las que servimos lleven una vida de lujo sin hacer literalmente nada? - Increpó Jane convencida.
Elena, aunque en silencio concediéndole la razón a su hija, dijo:
- Sigo sin referirme a eso. Cuando yo tenía tu edad ya sabíamos que lo más sano era creer en Dios, hacer la comunión y casarse para llevar una vida digna. Ahora los jóvenes os planteáis cosas nuevas y eso nunca había pasado.
- ¿Vida digna? Pues bien poco lo parece.
Elena no quería discutir con su hija y menos sabiendo que desde que ella era pequeña le había inculcado la creencia en Dios como único cámino para llegar a ser feliz. Además, Elena opinaba que la sociedad reduce a la mujer a la simple función reproductora de la especie y la somete a un determinismo biológico sobre cuyos condicionamientos ella no puede intervenir. Pero, como he dicho antes, no tenía ganas de discutir.
Mientras su hija seguía hablando ella dejaba la mente en blanco. La cocina se vaciaba poco a poco ya que las demás criadas llevaban la comida a sus amos. Una de ellas, al salir por la puerta le guiñó un ojo a Elena con complicidad. Últimamente estaban todas más unidas a causa del movimiento obrero contra las injusticias de la burguesía.
Elena dirigió la mirada a su hija, que ya se había callado al darse cuenta de que su madre no la estaba haciendo caso. La miró aténtamente. Últimamente Elena tenía la sensación de que su hija estaba metida en algún lío amoroso, tal vez un amante. No le preguntéis por qué, intuiciones de madre. Eso le recordaba a su juventud, y se apenaba, porque mucho se habló de los múltiples amantes que tuvo pero luego ni una palabra cuando su marido la abandonó.
Sumida en estos pensamientos, no se dio cuenta de que Jane la llamaba.
- ¡Má, ya es la hora de la medicina!
Razón tenía, el delicado reloj situado en la pared de la cocina indicaba que eran las tres, hora en la que Elena debía tomarse la medicina que le calmaba los dolores que hasta hace poco sufría en el estómago.
- Poca ayuda veo yo que recibo de esta medicina -Se apenaba Elena, que no notaba mejoras en sus dolores después de varios días tomándose esa medicina-.
- Ay má, tú fíate que eso está probado por científicos, que son ellos los que poseen el auténtico conocimiento.
- Vale, vale -Dijo su madre resignada-.
Y Jane le ayudó a prepararla, como cualquier día normal a las tres de la tarde en aquella casa de 1848.
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